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Para cualquiera que se haya asomado un poco a la historia de la música mexicana, que sigue teniendo grandes lagunas, los nombres de Felipe Villanueva, Macedonio Alcalá, José Perches Enríquez y Alfonso Esparza Oteo no son del todo extraños. Sin embargo, existen infinidad de autores perdidos en las sombras del pasado, a los que nadie recuerda. Fueron representantes de las corrientes en el Siglo XIX, creadores de obras que no tienen por qué olvidarse y que LUZAM, por decirlo así, ha vuelto a poner de moda.
Sucede en todos los tiempos, todas las artes y todos los países, que al lado de los autores sobresalientes hay otros que la posteridad no rescata, pero tienen grandes méritos. En torno a Lope de Vega y Cervantes hubo escritores de una pléyade que no merece el olvido. Alrededor de los compositores mencionados en el párrafo anterior, hay músicos de gran inspiración cuya obra siempre llegará muy adentro de nuestro gusto.
Las generaciones actuales no deben desligarse del pasado, pero se enfrentan a barreras que no les permiten fácil acceso, en especial la de la ignorancia y hasta el desdén de los estudiosos empeñados en escarbar hasta el fondo de la etnomúsica y de la producción de concierto, y considerar tiempo perdido el que dedican a la investigación y rescate de obras tan dignas de sobrevivir como cualesquiera otras.
Gómez Portugal, José y Apolonio Arroyo de Anda, Cosme Velázquez, Sofía Rodríguez Borja, Juan Lomán, pueden encabezar una lista interminable de los responsables de una música que hizo las delicias de jóvenes y adultos del siglo XIX y que incorporada al repertorio de hoy sigue teniendo vigencia por su capacidad de evocación y por su calidad incuestionable.
La historia de un país nunca es solamente la lista de algunos hechos y algunos personajes. La música mexicana de salón escrita por estos y otros autores fue, a lo largo del siglo XIX y principios del XX, resultado de un clima social del que no puede separarse, porque pierde todos sus amarres de cultura, de ideología, de política y sensibilidad.