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Es muy probable que el ritmo, base de la Música en la Historia, haya nacido con el hombre. La falta de testimonios no permite más que conjeturas acerca de la música primitiva e inclusive la producción griega de la que hay noticias más concretas, permanece con muchas sombras. En Roma confluyen corrientes que se unen a las del Oriente Medio y más tarde el Imperio Bizantino combina lo mejor de la tradición griega y la cristiana.
La Edad Media, tan fecunda en las manifestaciones del intelecto y del espíritu, es la que pone los cimientos del arte musical que habrá de evolucionar hasta nuestros días. El canto gregoriano de la Iglesia Católica, sustentador de la polifonía, va dando lugar a un uso rudimentario de signos escritos, que en el siglo XI es perfeccionado por el monje benedictino Guido d’Arezzo, precursor de la notación musical moderna.
Durante los siglos XII y XIII priva el estilo rígido del Ars Antiqua, que a partir del 1300 se flexibiliza gracias a compositores del genio de Guillaume de Machaut, adquiriendo variedad rítmica e independencia de las voces musicales. Es el estilo denominado Ars Nova. Al mismo tiempo, prospera el canto popular a cargo de los trovadores y troveros franceses, los juglares españoles y los Minnesänger y Meistersinger de Alemania.
El Renacimiento en la música es posterior al de las demás artes. A fines del siglo XVI Italia protagoniza grandes adelantos. Claudio Monteverdi convirtió al madrigal en vehículo de audaces experimentos. El uso de la escala cromática se generaliza, desplazando al sistema modal.
Lo que se llama Barroco musical es una etapa de gran fecundidad cuyos límites suelen fijarse entre 1600 y 1750, año de la muerte de Bach. En ese lapso surgen el bajo continuo, el estilo concertante, el virtuosismo vocal favorecido por la ópera y el instrumental alentado por actuaciones ante públicos exigentes. Son tiempos de auge de la “suite”. Existen mecenas que sostienen a los músicos y buena parte de las obras de la época se escriben por encargo. Muchos compositores brillan intensamente en este tiempo, de modo particular Vivaldi, Corelli, Haendel, Bach, Telemann y los Scarlatti
En la segunda mitad del siglo XVIII, al calor del llamado “estilo galante” que provenía de Italia, fueron perfilándose dos importantes escuelas de las que surge el clasicismo: la de Viena encabezada por Mozart y Haydn y la de Mannheim con Johann Stamitz a la cabeza. El periodo clásico hace factible el imperio de la “forma sonata” y también propicia el desplazamiento de la suite por la sinfonía y la consolidación del concierto para solista y orquesta. La ópera experimenta un desarrollo sin precedentes, gracias a obras como Don Juan, La flauta mágica y Las bodas de Fígaro, de Mozart.
El apogeo del clasicismo da lugar a la aparición del genio impar de Beethoven, que es al mismo tiempo el gran heraldo del periodo romántico. Desde principios del siglo XIX se anuncian ya los colores emotivos que utilizarán muy
pronto creadores de la talla de Schumann, Weber, Mendelssohn, Berlioz, Chopin, Liszt y Brahms. Al mismo tiempo tiene lugar la explosión del virtuosismo, donde Paganini en el violín, Chopin y sobre todo Liszt en el piano, abren la puerta
al concepto moderno del concertismo, de la competencia técnica instrumental y de la atracción a los grandes públicos.
Simultáneamente, se ha producido una atomización de la actividad musical. Ya no son sólo Berlín, Londres, Florencia, París, los centros que irradian la gran música. Bohemia, Escandinavia y Rusia hacen gradual acto de presencia, con creadores de la importancia de un Smetana, de un Grieg, de un Tchaikovski, de un Sibelius.
En el campo de la ópera también hay grandes evoluciones. La corriente alemana tiene a su adalid en Ricardo Wagner, quien con el leit motiv confía al discurso musical la misión de identificar a los diversos personajes que intervienen en la obra. La ópera francesa prosigue la línea iniciada por Gounod, pero sobre todo en Italia florecen dos genios complementarios: Verdi con su famosa trilogía (Aida, Otello y Falstaff) y Puccini con logros como La bohemia y Turandot.
El advenimiento del siglo XX implica todavía más bifurcaciones. Los nacionalismos anunciados por Tchaikovski, y proseguidos, aunque de muy diversas maneras, por Borodin en Rusia, Albéniz en España, Elgar en la Gran Bretaña, Dvorak en Bohemia, Gershwin en los Estados Unidos, con su carga romántica contribuyen a la identificación regional e individual de la música.
Otras inquietudes de índole espiritual, que se proyectan hacia diversas maneras de entender el mensaje sonoro y consecuentemente en distintas técnicas de composición, van conquistando lugares prominentes conforme avanza el siglo. En Francia Ravel y Debussy; en Austria y Alemania Gustav Mahler; en Rusia Prokofiev y Stravinski; en Hungría Béla Bartók, son algunos de los grandes iniciadores del amplio camino de la música actual, donde confluyen tantos y tan diversos senderos.
Con ellos el mundo entra en el día de hoy, que sin dejar de ser el de ayer, es también ya el de mañana. Arnold Schoenberg y sus seguidores Alban Berg y Anton Webern forman la escuela de Viena, de la que salen la dodecafonía y el serialismo que emplean las doce notas de la escala cromática, alejándose de la tonalidad tradicional; vienen después la música electrónica impulsada por Eimert y Stockhausen, la concreta que desarrolla Pierre Schaeffer; surgen también la micotonalidad cultivada por Alois Haba y la música aleatoria que tantos adeptos obtiene. Las corrientes últimas agrupan compositores de todas las nacionalidades y tendencias, cuyos nombres pueden formar interminable lista de la cual vale citar a Dallapiccolla, Messiaen, John Cage, Pierre Boulez, Benjamin Britten, Yannis Xenakis, que junto con muchísimos otros de similares merecimientos, sostienen el enorme edificio de la música actual.
Parece ocioso repetir que a México la música europea llega con la conquista. Pero no es posible afirmar que se produzca el mestizaje. Los españoles encontraron, obviamente, un repertorio previo a su llegada. Pero su primer intento parece haber sido sustituirlo por sus propias melodías, destinadas por principio a la evangelización.
De este modo la enseñanza musical que los naturales van recibiendo está ligada a la religión, si bien se va infiltrando una corriente subterránea de música popular, dentro de la cual juega papel importante la que llega del Africa y las Antillas. Durante la Colonia, los maestrazgos de capilla dan frutos de carácter culto, mientras la producción callejera permite al pueblo desfogar sus inquietudes. Los nombres de autores principalmente religiosos se suceden rápidamente: Hernando Franco, Francisco López y Capilla, Manuel de Sumaya, Ignacio Jerusalén son sólo algunos, y no debe olvidarse la significativa aportación poética de villancicos y tocotines debida a Sor Juana Inés de la Cruz.
Investigaciones recientes han desembocado en descubrimientos de trascendencia, entre ellos el del sinfonista del siglo XVIII Antonio Sarrier, cuya música fue encontrada por Bernal Jiménez en el Conservatorio de las Rosas de Morelia. Montados ya entre los dos siglos, florecen también los michoacanos Mariano Elízaga y José Manuel Aldana, autores ambos de música religiosa.
El agitado siglo XIX va dando lugar al enriquecimiento de las ideas musicales abrevadas en dos fuentes: la ópera y la música de salón. En la segunda parte de la centuria, varios compositores, entre los cuales hay algunos con buena dosis de diletantismo, escriben ambiciosas óperas. En 1859, Cenobio Paniagua estrena Catalina de Guisa; quince años más tarde, su discípulo Melesio Morales presenta Ildegonda, puesta después con algún éxito en Florencia. En 1871 el doctor Aniceto Ortega dio a conocer su ópera Guatimotzin. Felipe Villanueva no pudo disfrutar Keofar, que fue puesta en escena después de su muerte; Luis Baca escribió Leonor, en dos actos; Ernesto Elorduy estrenó Zulema, con libreto del poeta Luis G. Urbina y Ricardo Castro dio a conocer Atzimba en 1900.
La música de concierto iba un poco a la zaga. La mayoría de los compositores citados se inclinaban hacia el lado de la producción salonesca, si bien Castro sobresalió por su talento y capacidad, plasmados en su Concierto para piano y orquesta. En el campo operístico las miradas se volvían hacia Italia y en casi todo lo demás, hacia Francia.
Julián Carrillo, de grandes dotes, completó su formación en Alemania y escribió obras diversas de muy buen cuño, aunque la tentación microtonal, que llamó “Sonido Trece”, lo desvió considerablemente de su rumbo. Tres músicos importantes parecen marcar, con el siglo XX, el inicio de un lenguaje musical mucho más mexicano: José Rolón, Candelario Huizar y Manuel M. Ponce. El jalisciense Rolón con sus danzas y El festín de los enanos; los zacatecanos Huizar y Ponce, el primero con Pueblerinas y Surco, el segundo con amplia obra que poco a poco va saliendo del romanticismo francés para meterse en el ámbito de la canción de provincia y el regocijo popular de Ferial. Los tres anuncian ya la toma de conciencia nacionalista de la generación siguiente, encabezada por Carlos Chávez y Silvestre Revueltas.
Animados por el espíritu que en las letras guió a Mariano Azuela, Mauricio Magdaleno y Martín Luis Guzmán, entre otros, y en la plástica a Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, Chávez y un grupo de compositores de diversas tendencias, coincidieron en su inquietud y culminaron sus afanes en la tercera década del siglo.
Chávez con sus preludios para piano y la Sinfonía India; Revueltas con Redes y Janitzio, atizan la hoguera nacionalista mexicana donde Sones de mariachi de Blas Galindo levanta entusiasmos y Huapango de José Pablo Moncayo se convierte en la obra orquestal mexicana que más vueltas ha dado al mundo. Con ellos Luis Sandi, Eduardo Hernández Moncada, Daniel Ayala y Salvador Contreras; de modo más independiente Miguel Bernal Jiménez y Carlos Jiménez Mabarak, sostienen la antorcha de la música mexicana con obras tan características como la ópera Tata Vasco de Bernal o tan abiertas en su concepto, como las de Mabarak.
El exilio español de 1940 produjo un giro de noventa grados en la cultura mexicana. Tanto en las letras como en la filosofía y aun en la ciencia, el pensamiento de los recién llegados fue una gran fecundación. En la música Adolfo Salazar, Jesús Bal y Gay, Baltasar Samper y sobre todo Rodolfo Halffter mostraron nuevos horizontes. Con conocimientos adquiridos en las fuentes de Arnold Schoenberg y Manuel de Falla, Halffter compuso la mayor parte de su obra en México y contribuyó a la formación de varias generaciones. Puede decirse que gracias a él los músicos jóvenes fueron capaces de trasponer las barreras nacionalistas y universalizarse sin dejar de ser mexicanos.
Directa o indirectamente, los compositores más recientes asimilaron un mensaje que los armaba mucho mejor para decir su verdad musical y adaptaron a su personalidad las tendencias más actuales. Manuel Enríquez, Joaquín Gutiérrez Heras, Mario Kuri Aldana, Armando Lavalle, Mario Lavista, Héctor Quintanar, Leonardo Velázquez, Federico Ibarra, Manuel de Elías y Arturo Márquez entre otros, se han caracterizado por su seriedad y sinceridad en el oficio. Enríquez ha seguido novísimos caminos; Kuri Aldana ha querido exprimir las últimas gotas de la savia nacionalista. Todos ellos constituyen lazo de unión entre las generaciones precedentes y las de un futuro para el que cualquier predicción puede ser muy aventurada.